JUNTOS EN MI TUMBA

Posted on 15:19:00 by Paco Palafox


JUNTOS EN MI TUMBA
Paco palafox


Al menos fue un viernes por la noche cuando mi corazón dejó de juguetear marcando bits extraños sin ritmo secuencial, la mayoría de la gente cercana estaba viendo televisión como a las nueve de la noche y la noticia la recibieron cerca de la una de la madrugada, pocos salieron de cama para ir al velorio, pero en la mayoría no hubo más problema para visitarme por última vez el siguiente sábado por la mañana, y ahí estaba yo, vestido con un modesto traje de madera, maquilladas las ojeras pero no la soledad y con un poco de brillo en los labios, no tanto para no perder la hombría pero si la sequedad, una Biblia negra con bordes dorados que abrazaban mis manos sobre el pecho, como asegurando que por fin tendría tiempo de sobra para leer esa carta de amor, recostado sobre una tela blanca satinada, con algunos dulces y notitas familiares alrededor, a unos minutos de ser sembrado en ese campo de espíritus sonrientes, festivos y algunos de vacaciones, dispuesto a dar el fruto del recuerdo regándolo con agüita de algunas lágrimas sinceras que llevaban la firma anónima de un “te extrañaré”.

Siempre había imaginado ese día, a veces emocionado, a veces medio frustrado, por fin la historia de mi vida se compactaría en no más de unos minutos mientras el elevador del sepulcro tocaba fondo, ahí, la espera previa para el descenso tenía de fondo musical una tranquila e inexpresiva voz masculina leyendo el salmo veintitrés, ¿por qué nadie llevó la música que pedí?, con mis ojos cerrados sin luz pude observar todos los tesoros que acumulé, todas las personas que conocí y las situaciones importantes que viví.

Y ahí estaban…casi todos.

Mamà sonriendo triste con las invitaciones sin rotular de mi boda que nunca se planeó, el recuerdo de mi padre que nunca tuve y según él una vez al año preguntaba por mi, los exámenes de sangre que por no estudiar fueron los únicos que reprobé, las fotografías de amigos que yo nunca tomé pero siempre aparecían mis enemigos sonriendo junto a mi, las ruinas de una iglesia a la que puntualmente asistí sin visitar, la lengua de un pastor sin boca hecha tacos y acusando mi actitud, la niña del pandero que sin tocarlo y en minifalda danzaba una coreografía de Madonna, un video pirata de mí mismo tratando de ser yo.

Había también como testigo de mi adiós una pecera guardando las lágrimas que acumulé para llorar cuando valiera la pena, ese Hugo Boss negro que compré sin dinero y usé la primera vez que tuvo éxito aquél utópico proyecto que nunca nació, el recién nacido que sin abrir los ojos me llamó “papá” y desapareció en esa alberca de pelotas de color pálido azul, mi mejor castillo de arena mojado por el sunami en la playa de las falsas promesas, la docena de camisetas negras del mismo modelo que usaba para verme diferente cada vez que no te vi, la cajita metálica de sueños que fueron abortados por tu realidad, ese cheque de un millón, que sin fondos se podía cobrar en el banco de la ilusión.

A menos de medio metro de una pequeña corona de flores blancas estaba la vecina chismosa que aún con su dulce veneno era la única de mi edificio que decía la verdad, esa amiga de Internet que sin decir que me deseaba soñaba conmigo mientras llovía en sus noches de fantasía, la cajera del banco que se sentía en libertad de darme un billete de menos sólo por guiñarme el ojo haciéndome sentir obligado a no reclamar, el perro labrador al que llamaba gato y ladraba sólo cuando veía alguna falda de color, el gordo tío Samuel que a sus sesenta seguía casado con dos chicas de veintitrés, limpiando el sudor de sus manos con billetes verdes como él.

También de invitados vi los dos edificios que están frente a mi departamento con ascensores que suben y bajan constantemente pero siempre descansando en sus números rojos, un trío de ratones que robaron mis zapatos, una gata con botas que con su tierna mirada supo sacar su espada cortándome el deseo y asaltándome la integridad, robó mi tiempo regalándome esa eternidad que duró apenas unos segundos, una espina de pescado que se atoró en mi garganta un poco antes de salir al púlpito impidiéndome hablar más, mi aburrido sitio de Internet caducado en sus ideas, aprendidas pero incomprendidas, sin embargo fue el único dominio propio que adquirí, un colorido álbum con estampitas de todas esas chicas que amé sin querer, llenando las hojas del principio y faltando las del final, donde se repetía sólo tu estampa que nunca pude encontrar.

No podía faltar al evento la prima Eva con un pastel de manzanas que servía de aperitivo para todos mientras tomaban café, al tiempo que su esposo ofrecía el catálogo de diseños de ropa interior que juntos elaboraban, media docena de libros que llevaban mi apellido con hojas en blanco para leer en Braille sin usar las manos, cien carteles anunciando un evento para un futuro espectacular que fue suspendido por unas gotas de lluvia, tres hadas de un cuento infantil que tiraban polvo de oro sin valor dando su diezmo amenazadas con una pistola en la sien a manos de un líder religioso.

Mientras seguía observando detenidamente a todos alrededor de mi adiós, me interrumpió esa voz masculina e inexpresiva diciendo el amén que logró que dos de los invitados estallarán en llanto, no entiendo por qué, no encontraba el motivo. Sentí como movían mi cuerpo dentro de mi nuevo universo de madera para comenzar el descenso, aceleré la mirada como queriendo pasar lista y al mismo tiempo agradeciendo a todos su presencia, su tiempo, su vida, parecía que estaban todos, no faltaba nadie, escuché el susurro de un árbol preguntando a otro por ti, dijeron que sin cuerpo y sin mirada, pero quizá estabas ahí, tal vez volviéndome a decir adiós.

Y aunque estábamos todos juntos en mi tumba al darme cuenta que no estabas tú, haciendo un rápido y breve resumen de la misma pensé que tal vez mi vida sin ti había sido una vida sin sentido.

Tengo que vivir. Lc. 7.11-17






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